Resumen:
La constitución de los actores colectivos es temática medular de las ciencias sociales actuales. Descentradas de viejos paradigmas, las novedosas formas de acción colectiva que enfrentaron en todo América Latina las consecuencias y supuestos neoliberales, permiten pensar nuevas identidades contingentes, surgidas desde la práctica misma y atravesadas por multiplicidad de dimensiones. Estas prácticas colectivas, asentadas en una dislocación hegemónica (Laclau,E. 1985) cuestionan las significaciones dominantes y movilizan distintos códigos de atribución de sentido. De este modo, el abanico de movimientos, movilizaciones, beligerancias y disrupciones sociales recientes en América Latina, ensamblan en disputas por el orden social con nuevas formas de la acción política que subvirtieron los imperativos de la política entendida exclusivamente desde la institucionalidad.
En nuestro país, la discusión más reciente sobre los movimientos sociales, se centró en gran medida en torno a los movimientos de desocupados o piqueteros. Mucha producción teórica ha aportado pistas sobre las potencialidades que estas organizaciones encarnan en torno de rupturas y continuidades en sus procesos identitarios, sus formatos organizativos y las connotaciones políticas de sus prácticas. Sin ahondar, diremos que resulta insoslayable el lugar político de la emergencia de este actor que, más allá de sus fluctuaciones, se mantiene como un interlocutor reconocido para hablar de la pobreza urbana en nuestro país, y que ha inscripto importantes modificaciones en cuanto a las capacidades políticas de la práctica disruptiva de actores subalternos.
Sobre este actor, el movimiento piquetero[1], se hará foco, pero profundizando en un campo que parece poco explorado. Se intentará profundizar en un aspecto de relevancia, presente en la narrativa piquetera y complementario a la radicalidad disruptiva que acompañó al proceso de irrupción pública, sobreexplotado en la dimensión mediática y de centralidad simbólica en torno a la disputa política. Estudiaremos las autodefensas piqueteras, o cordones de seguridad, mencionados marginalmente en la bibliografía sobre el piqueterismo, nacidos a partir de un discurso nativo legitimante en torno al derecho de “defenderse” de unas fuerzas de seguridad socialmente cuestionadas como represivas, y constituidos después de largos años, como estructuras que disputan, aunque más no sea simbólicamente, el monopolio de la fuerza en manos del Estado.
El palo y la capucha, ¿un simbolismo piquetero de disputa política?.
Aclaraciones pertinentes
Antes de empezar, surge una aclaración, que en todo caso lleva a la reflexión de hasta qué punto, la agenda mediática condiciona la agenda de las ciencias sociales. Y es que apenas unos meses, por no decir semanas, antes de empezar a sistematizar las reflexiones de esta ponencia, estudiar las autodefensas piqueteras como un tema de agenda pública hubiera merecido una serie de explicaciones acerca de la trascendencia que la temática ha ocupado y ocuparía aún en momentos de menos relevancia mediática. Sin embargo, el resurgimiento público reciente de la conflictividad piquetera ha dado un nuevo marco de actualidad a la discusión en torno a la metodología de expresión reivindicativa y de irrupción política que tiene este actor colectivo. Y, en ese contexto, las discusiones acerca de las caras tapadas y los palos en manos de jóvenes piqueteros desafiantes del orden y de los supuestos “modos civilizados” de expresión pública, han colmado los anhelos de variopintos sensacionalismos mediáticos y aparecen más actualizados que nunca.
Así mismo, aclaramos que las reflexiones de esta ponencia surgen de reiterados trabajos de campo realizados en distintas organizaciones piqueteras que han redundado en una serie de observaciones participantes y entrevistas a lo largo de los pasados tres años. Especialmente, mencionamos que la pregunta acerca de las autodefensas surge de un trabajo de investigación complementario, actualmente en curso y que se centra en la subjetividad de los jóvenes que son parte de dichas formaciones defensivas, investigación que ha significado un nuevo abordaje de campo (aún en curso), dentro del cual se inscriben observaciones participantes recientes en el marco de la secuencia de movilizaciones, cortes de accesos a Capital Federal y acampe en la Av 9 de Julio frente al Ministerio de Desarrollo Social, organizados por una veintena de organizaciones piqueteras entre los meses de Septiembre a Noviembre de 2009, por la demanda de puestos de Cooperativas del Plan Argentina Trabaja.
¿Y por qué desde la violencia?
Y entonces, la pregunta que amerita, es ¿por qué estudiar a los piqueteros, justamente a través de sus herramientas de seguridad o autodefensa? o dicho más crudamente, ¿ Por qué querer ver la acción colectiva subalterna a partir de la violencia? ¿Esto no aportaría sólo a profundizar un proceso de estigmatización que, por cierto, fue puesto en marcha desde el nacimiento mismo de este actor colectivo?
Creemos que no, y que es necesario abordar el lugar que la violencia, y las diversas formas en que se manifiesta, permean en los ámbitos de la política, entendida ésta a través del conflicto (Schmitt). Porque esta violencia, tanto material como simbólica, es uno de los recursos fundamentales en la disputa de un orden social entendido como una construcción histórica atravesada por asimetrías fundantes. Y a tal punto es fundamental el recurso de la violencia para el mantenimiento de este orden, que su monopolización es lo que define al Estado desde Hobbes en adelante. Por eso, es necesario poder mirarla de frente, sin pudores normativos. O en todo caso, reconociendo que las posturas que clausuran su lectura desde la pretensión moral de que el único orden posible es el legal, son tautológicas en su esencia.
En ese sentido, proponemos pensar a las formaciones defensivas piqueteras, o a la violencia simbólica que éstas disputan, en el marco de la contienda por las denominaciones hegemónicas de orden y resistencia. Lo que es y no violento, la fuerza que es y no legítima, es una definición atravesada por multiplicidad de tensiones y está más relacionado a la cuestión del poder que a la etimología de la palabra. Entre la violencia considerada como legítima y la considerada como ilegítima media el proceso de construcción de un orden social, siempre inestable, en el que los individuos, grupos y clases sociales se reconocen mutuamente y disputan su lugar dentro de la sociedad.
Caracterizando la politicidad del Movimiento Piquetero
La relación de la violencia y la trayectoria piquetera es un tema en agenda desde la propia emergencia de este actor colectivo, dado que su irrupción implicó repertorios de acción por fuera de los marcos institucionales, que en algunos casos implicaron importantes grados de beligerancia.
Es de sobra sabido que el nacimiento del movimiento piquetero se inscribe en el llamado nuevo ciclo de protestas que implicara sucesiones de acciones disruptivas de enfrentamiento o resistencia a las políticas neoliberales a partir de los años 90 (Auyero, 2004, Shuster, 2005, etc). Esta emergencia pública de actores sociales que recurrían a la protesta como vehículo de visibilización de demandas, era presentada a la opinión pública por su espectacularidad violenta[2]; a la vez que echaba luz acerca de las limitaciones de las democracias minimalistas, propias de las transiciones post dictatoriales en el continente y en particular, cuestionaba las políticas emandas del Consenso de Washington. En este sentido, el Movimiento Piquetero, como hijo dilecto de ese ciclo contencioso, irrumpe de forma violenta, en una sociedad que no dejaba espacio para la formulación de su demanda y un sistema político que no lo contenía.
Coincidimos con Muñoz (2005) quien sostiene que la articulación de las demandas sobre desempleo, pero más específicamente sobre pobreza permiten al movimiento piquetero disputar sentidos dentro de la escena política, reconfigurando la concepción de justicia y poniendo en cuestión los significados sedimentados de una democracia excluyente. Esos ejes articuladores, son los que hoy, a 10 años de su nacimiento como actor colectivo, y aún a posteriori de fraccionamientos, inserciones institucionales, alzas y bajas de ciclos de acción colectiva, siguen dando legitimidad a su existencia como actor necesario para reflexionar sobre la pobreza en nuestro país.
Sobre la violencia de existir
Sobre este actor colectivo, con capacidad de hacer observables situaciones agraviantes, provocando la desnaturalización del orden social tal y como se presenta, es que se endilga la acusación de violento. Y creemos, más precisamente, que esta acusación se hace en dos planos. Por un lado, incriminándolo en primer lugar a través de su metodología de irrupción, el piquete, el corte, el estallido, el escrache, todas formas modulares con diversos grados de utilización de la fuerza y fácilmente ubicables desde la violencia o la transgresión pensada en términos legales. Pero por el otro, nos preguntamos sin no es que se lo acusa de violento por el mero hecho de irrumpir, negándose a ocupar el lugar que estructuralmente tenía determinado por la exclusión. En este caso, estaríamos situándonos en otro plano, el de la legitimidad, suponiendo que esta causa sería motivo subyacente y explicativo de la acusación metodológica.
Veamos a qué nos referimos con esto de acusar de violento al Movimiento Piquetero por su propia existencia.
Podría decirse, que la existencia de los piqueteros “revela” una parte de la comunidad que está excluida, más allá de los valores igualitarios declamados por la democracia. La masificación de la desocupación y la consagración de regímenes estructurales altamente desiguales conformaron un sujeto prototipo del excluido, víctima de la desafiliación y descolectivización descripta por autores como Castel (2004). Desafiliado, una suerte de condensación de excluido del mercado de trabajo, pero fundamentalmente de las formas de sociabilidad reconocidas. Proscripto en su dimensión más amplia. Un sujeto que desde lo estructural es designado como pobre y que conforma a ojos de Wacquant (2007) esa nueva marginalidad enclavada en los “barrios de exilio” configurándose desde lo espacial también el proceso de destitución social.
Los piqueteros, son expresión de éste sujeto, pero que a partir de su acción colectiva dejan de ser estructuralmente “sujetados” y que imponen desde la práctica, su propia existencia, materializada en el espacio geográfico (desbordando el barrio, el confín marginalizado y disponiendo sobre la ruta, las calles, los puentes y hasta “invadiendo” las ciudades neurálgicas con sus ollas y campamentos); pero especialmente la imponen en el espacio político. Y entre este lugar asignado estructuralmente, el de la pobreza profunda, y la conformación de un actor disruptivo, media la capacidad de acción, que atravesada por la experiencia colectiva, permitió transformar los parámetros desde donde entender la propia subalternidad, generando claves para identificar situaciones agraviantes, aportando al señalamiento de responsables y a la elaboración de cursos de acción posibles.
La emergencia de este sujeto, el piquetero en tanto actor colectivo, viene a expresar un litigio que hace visible la unilateralidad de un orden que no incluye, es decir, un litigio que, volvemos a coincidir con Muñoz (2005) y la utilización que hace de las herramientas analíticas de Ranciere para pensar la politicidad del Movimento Piquetero, expresa “la parte de los sin parte”, un nosotros que ha sido excluido de toda distribución. Siguiendo a Ranciere (2007), vamos a asumir que “la política existe cuando el orden natural de la dominación es interrumpido por la institución de una parte de los que no tienen parte” (Ranciere, 2007:25). Esta interrupción del orden despierta otros sentidos de lo que es y no es la justicia, se constituye en sí mismo como altamente violentizador del status quo al marcar puntos de dislocación y poner en cuestión al mismo estado de las cosas. En ese sentido, nos parece que los puntos de dislocación que se muestran al “interrumpir el proceso natural de dominación” lo que hacen es deslegitimar el orden y legitimar el proceso de resistencia.
Y por eso, reside acá, a nuestro entender, el corazón de la violencia que le endilgan al Movimiento Piquetero. Sin lugar a dudas, es sumamente violento ver a una marea de pobres, que estaban excluidos de todo, incluso de ser vistos por el resto de la sociedad, salir del silencio y tomar las calles, pretendiendo revertir el espacio social que la estructura les había preservado.
Y esta violencia permite suponer la subyacencia de un temor a lo plebeyo, a la irrupción política y a la configuración de un litigio que evidencia un orden dislocado, abriendo la potencialidad de encontrar a partir de la acción subalterna los puntos de sutura en un proyecto que dispute lo hegemónico. Este temor, parece ser lo que se expresa en la impugnación permanente del piqueterismo como actor válido políticamente hablando. La apelación a la legitimidad exclusiva de los procedimientos institucionales es la forma más recurrente para reafirmar la idea que lo excluido del sistema debe no ser incluido a través de su propia expresividad[3].
Desde dónde pensamos lo político
Aquí amerita otra reflexión. Desde las ciencias políticas tradicionales, la política, como actividad y como esfera, ha estado circunscripta casi exclusivamente al ámbito propio de lo instituído. Una suerte de disciplina de las instituciones políticas o directamente de la administración y gestión. Distinta de esta concepción, asumiremos nuestra postura desde la corriente referenciada en Lefort y continuada en autores como Laclau, Mouffe, Zizek, que marcan la diferencia entre la política y lo político, esto último como carácter instituyente, contingente y simbólico que no puede ser reducido a lo insituído. Esta distinción cumple funciones analíticas, fundamentales para pensar la contingencia última del orden político, acercando la discusión política a las cuestiones del poder, también marginado de la ciencia política tradicional, donde el poder aparece ya cristalizado en una formulación hegemónica fundacional. Es decir, que ubicamos la emergencia piquetera, en sintonía con los diversos procesos de masas que atraviesan al continente Latinoamericano, en ese lugar “potencialmente subversivo” de la apertura de lo político (Retamozzo, 2009), poniendo esta base para diferenciar legalidad de legitimidad y creyendo que ahí radica la centralidad de la acusación de violento.
Sobre la violencia por el método
Sin embargo, la acusación que se le hace de violento al Movimiento Piquetero, no es discursiva y explícitamente expresada a través de este temor a que lo excluido se incluya de prepo en lo político. Más bien, parece quedar relegada detrás de una objeción mucho más tangible, casi técnica, difiriendo acerca de metodologías más que de sustancias. Y aquí ya estamos, en el segundo plano de la impugnación por violento, el que se asienta sobre la cuestión de la legalidad. Ríos de tinta cargan condenas morales, públicas y judiciales contra piquetes, tomas de edificios, cortes de calle, y otro tipo de acciones modulares que se expresan a partir de la acción directa. Y, efectivamente, asumiremos que la forma de irrupción pública de este actor colectivo ha incluido un repertorio de acción cargado con diversos grados de utilización de la fuerza, constituida en sí misma como un recurso de posibilidad y de visibilidad.
Esto a su vez, ha redundado en un tratamiento delictual por parte del Estado, significando en una fuerte trayectoria de experiencias represivas que han experimentado en mayor o menor grado todas las organizaciones piqueteras y que podría decirse, constituye un elemento de relevancia en su narrativa. En ese sentido, es factible reconocer una fuerte carga expresiva en torno a la defensa ante procesamientos judiciales, detenciones, sucesos represivos con heridos y hasta muertos en hechos represivos, que implican una naturalización del tratamiento belicoso del conflicto piquetero por parte del Estado. (Teresa Rodríguez, Aníbal Verón, Javier Barrionuevo, Darío Santillán y Maximiliano Kosteky, son algunos de los nombres que nos interpelan para pensar la huella que la violencia represiva ha dejado en estos agrupamientos). Desde esta trayectoria, cobra obviedad la construcción de diversas herramientas defensivas, ya sean las llamadas líneas de autodefensa piquetera o cordones de seguridad, donde los jóvenes con palos y rostros tapados parecen invocar de algún modo el ejercicio del derecho a la protesta.
Esta simbología, el palo, la capucha, la autodefensa, enerva explícitamente el sentido hegemónico del orden y son respondidos, como ya dijéramos, con su tratamiento fundamentalmente dentro de la órbita de lo delictual. Sugeriremos que la irritación que genera este simbolismo, que lleva a que en más de una oportunidad se planteen mediáticamente en forma de equivalencias las acciones defensivas por parte de los piqueteros con despliegues represivos (llamando por ejemplo “enfrentamientos” a las represiones y equiparando fuerzas altamente desparejas[4]), tiene su origen en que elementos como los cordones de autodefensa dispuestos para hacer frente a las embestidas de las fuerzas de seguridad, simbolizan ni más ni menos, que la disputa por el uso de la violencia, restándole legitimidad al monopolio de ésta en manos del Estado.
Y el tema de la violencia, justamente, es un tema que siempre ha sido complejo para su abordaje y que, en términos políticos ha quedado confinado a los rincones de la ilegalidad, irracionalidad, precivilización (Elías), a partir de la consagración del Estado Moderno.
En el caso del Movimiento piquetero, la expresividad pública del conflicto que con él emerge ha sido respondida desde el estado, desde la focalización asistencialista, o bien desde el tratamiento represivo, mientras que, por parte de los sistemas de producción pública de sentido se ha procedido a la descalificación normativa. Se ha mostrado al corte de calle o ruta, el cordón de seguridad o la cara tapada como acciones propias de “la irracionalidad de un grupo de locos”, de “los inadaptados de siempre”, “los salvajes”, entre otros adjetivos agraviantes, reinscribiendo en la actualidad la dicotomía que en épocas fundacionales de la Argentina se utilizara para distinguir a la “civilización” de la “barbarie”, o, en tiempos no tan lejanos, para metaforizar a los sectores populares con la triste alegoría de aluvión zoológico. Coincidimos con Garriga Zucal y Moreira (2006) al sostener que estas calificaciones generan una doble representación de la violencia y de sus actores, confinándola a expresiones marginales y de grupos pequeños e irracionales. Sin embargo, estas prácticas piqueteras, mostradas como carentes de sentido, muy por el contrario, se inscriben en la lógica organizativa de expresiones colectivas de sectores subalternos, en tensión permanente con la represión, además de aparecer como un canal de construcción de reconocimiento social.
Difícilmente escape a ningún estudioso sobre el tema, el lugar que la tensión ante la posibilidad represiva ha ocupado en el movimiento piquetero desde su propio origen, que sitúa al piquete como metodología modular inscripta como soporte de su relato identirario. Desde Cutral Có o Tartagal-Mosconi[5] en adelante, la cara tapada, la capucha, el palo, la piedra o la gomera, se constituyen elementos no sólo materiales a partir de los cuales intentar minimizar las consecuencias del episodio represivo, sino que además, constituyen elementos que reaparecen en los relatos, a veces de forma épica, como fuente de orgullo, de demostración de tenacidad de la lucha aún, pese a los dispositivos represivos del Estado[6]. Adquieren en ese sentido, un carácter de insumo simbólico que parece otorgarles un valor analítico específico. Sin embargo, no queremos detenernos ahí. Nos parece que es necesario además, situar la relevancia que adquieren estos elementos confrontativos y generadores de orgullo, dentro de las inscripciones cotidianas de los sujetos que las vivencian. Así, queremos complemetar esta lectura con las tradiciones que vienen estudiando los fenómenos de la violencia en sectores populares, donde ésta se reconfigura como medio de construcción de reconocimiento social y status ante la carencia de otros soportes identitarios, inscribiéndose en las lógicas de valorización “del aguante”, de “poner el cuerpo”, de “bancar” (Garriga Zucal y Moreira, 2006), todas expresiones referenciadoras de esta ubicuidad de la violencia y del lugar que la corporalidad cobra como última y a veces única frontera en los estratos más marginalizados[7]. Las formaciones de autodefensa se constituyen así, en recursos constitutivos de la identidad del movimiento piquetero, representa en algún punto la rebeldía, la mística aglutinante del piqueterismo. Pero además, implican en sí mismas una lógica que tiene arraigo previo en sectores marginalizados, expresándose de forma conjunta la voluntad y capacidad de enfrentamiento de situaciones agravantes leídas en clave política, con la forma de expresividad de sectores de pobreza estructural, donde los códigos de violencia y acción directa están naturalizados a partir de su propia cotidianeidad. En palabras textuales de un militante responsable de la autodefensa de la CTD A V (Coordinadora de Trabajadores Desocupados, Aníbal verón): “Sí, yo creo que a los chicos a veces lo que más les atrae es la chalina, el palo, y después entonces discutimos con ellos hacia quién hay que usar esa fuerza y por qué hay que usarla. Porque no es agarrar el palo y la capucha, y tirar una piedra no más; sino que todo lo que se hace se hace con una convicción política, sabiendo qué se hace y por qué. Y ahí se habla con los chicos, de por qué hay que usar esa fuerza, contra quién, no?. Y eso es lo que cambia, porque si es por saber pelear, estos pibes ya saben. Siempre decimos acá que muchos pibes prefieren estar acá, defendiendo lo que les corresponde, que estar tirados en los barrios, consumiéndose un paco, matándose por 2 pesos y arruinándose su vida y la de su familia, no?” (Entrevista realizada en el acampe piquetero realizado en la Av 9 de Julio entre los días 3 y 4 de Novimebre de 2009)
Tratando de arribar a algunas conclusiones:
La violencia simbólica y efectiva desplegada por el Movimiento Piquetero, es parte de la propia escenificación del conflicto. Sin cordones de seguridad y autodefensa, seguramente sería más difícil la existencia del piquete, sin rostros tapados habría más militantes procesados y sin resistencia a la represión más piqueteros muertos por las fuerzas estatales de choque. Se imponen a los codazos en la arena política y la violencia que ejercen, tiene explicación racional dentro de ese escenario que no los acepta como contendientes. No es una violencia irracional, inexplicable o espontánea; sino que tiene la misma lógica de toda violencia entendida dentro del campo de la política y por tanto debiera ser analizada sin impugnaciones morales[8]. Sin embargo, el derrumbe teórico del marxismo (acompañando a su retirada en el plano práctico político del socialismo realmente existente) y las consecuencias aterradoras de las dictaduras en América Latina, y especialmente en nuestro país, parecen haber desterrado la rebelión (y por ende la violencia) del horizonte de posibilidades de acción de los sectores subalternos.[9]
El universo de sentido neoliberal clausuraba toda discusión por el poder en la explicación de la inevitabilidad de democracias excluyentes y expulsivas. La política era banalizada y sólo asunto de las proclamadas “clases políticas” y la violencia en ese plano, sólo sería entendida como legítimo (o legal) poder de imposición de los sectores dominantes o bien, como fuga individual e individualizante de sectores subalternos fragmentados, descolectivizados y diezmados políticamente. En ese plano, la violencia sólo se presenta como recurso de sociabilidad y reconocimiento social ante la falta de otros soportes de construcción de prestigio en sectores marginalizados.
Esta presencia social ubicua de la violencia, asociada a la expresividad “cotidiana” de los sectores empobrecidos leídos en clave de “clases peligrosas”[10] nos mete en el otro temor que generan estas fracciones de sectores subalternos, organizados ahora en clave reivindicativa y política y rompiendo las barreras de confinamiento espacial. Son pobres, entonces, casi por definición, son violentos y encima son piqueteros. Se imponen políticamente para dar una pelea en torno a la identificación centrada en el desempleo pero más genéricamente en la pobreza, cambiando las matrices desde donde entender lo que es y no es justo, interpelando desde allí, los significados de la democracia. Sus formas de manifestación son violentas, porque para emerger tienen que romper la imposición de exclusión; pero aparte, incluyen una naturalidad violenta propia de sus condiciones de existencia, donde la violencia es un recurso de socialización válido ante la falta de soportes económicos o culturales. Estos sujetos, los “parias urbanos” (Waqcuant, 2001), invaden en el escenario geográfico de los “incluidos” imponiendo sus formas, su estética, sus estilos y códigos, áltamente estigmatizados. Y a la vez, irrumpen en el escenario político, decodificando en clave política su disputa por el lugar dentro de la sociedad. La impugnación de la metodología, la escandalización por las caras tapadas o el palo de la autodefensa, la descalificación permanente caracterizando la presencia piquetera como “invasión” de bandas o de bárbaros parecen inscribirse, en una suerte de clímax del temor a lo popular, condensando en esa impugnación el temor mismo a la existencia pública de lo plebeyo.
Es en ese marco, que proponemos pensar el lugar político que ocupa la capucha y el palo piquetero. Pensar en la disputa simbólica que da la foto del joven encapuchado, disponiendo sobre el tránsito de la Av 9 de Julio y blandiendo su palo frente a cordones bien armados y parapetados de la Infantería. Recordando, a su vez, que ese joven, está ahí parado, presto a responder a un eventual episodio represivo, en defensa de una columna más numerosa que hace piquete para exigir ser incorporada a planes de trabajo. No será seguramente ésa la lectura que se focalice en la construcción del discurso público, ni mucho menos la referencia a las férreas experiencias colectivas y comunitarias que llevan a que se pueda montar operativamente una protesta de envergadura. La imagen que tendrá centralidad mediática, será el joven y su capucha, asimilándose la conflictividad social a las cuestiones de la “seguridad”, y reproduciendo sistemáticamente la caracterización de “clases peligrosas” reinstalando la exclusión a partir del discurso público.
Lejos de eso, proponemos otro tipo de reflexión, viendo en el palo y la capucha piquetera un simbolismo, que creemos que efectivamente disputa los sentidos acerca del orden, y que nos parece debe hacernos pensar acerca de las limitaciones de una democracia excluyente, aunque ya no neoliberal, que sólo visibiliza a “los parias” que estructuralmente sigue produciendo, a partir de su organización colectiva y de la irrupción violenta de su demanda.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS:
»Auyero,J. (2004). La protesta.Ed Libros del Rojas. Bs As.
»Castel (2004). La inseguridad social. ¿Qué es estar protegido?. Ed Manantial. Arg.
»Garriga Zucal y Moreira (2006). “El aguante”: Hinchadas de fútbol, entre la pasión y la violencia. En Miguez, D. Seman. Entre santos cumbias y piquetes . Biblos. Bs As.
»Gentile, F. (2008). El “Caso Edgard”: La construcción mediática del joven pobre delincuente. Ponencia presentada en 1 Encuentro sobre Juventud. Medios e industrias culturales.
»Laclau,E.(1985). Hegemonía y estrategia socialista. Hacia una radicalización de la democracia. Fondo de Cultura Económica. Bs As
»Lenguita, P. Robinson Salazar, P. (2005). Criminalización de las Portestas Populares en América Latina. Los movimientos de desocuapdos en la prensa Argentina En Robinson Salazar, P (compilador). Gobernabilidad en crisis. Delito, conflicto y violencia en América Latina. Ed Libros en Red.
»Miguez, D. (2008). Delito y Cultura. Ed Biblos. Bs As.
»Muñoz, M. A. (2005). La difícil construcción de una identidad colectiva: “los piqueteros”. Revista de Antropología Iberoamericana. N43.Septiembre-Octubre 2005
»Ranciere (2007). El desacuerdo. Política y filosofía. Ed Nueva Visión. Bs As.
»Reguillo, R (2008). Las múltiples fronteras de la violencia: jóvenes latinoamericanos entre la precarización y el desencanto. Revista Pensamiento Iberoamericano N3. México
»Retamozzo, (2009). La ciencia política contemporánea. ¿Construcción de la ciencia y aniquilamiento de lo político? Apuntes críticos para los estudios políticos en América Latina. En Andamios. Revista de Investigación Social. Vol 6, N 11. Agosto 2009. Publicación del Colegio de Humanidades y Ciencias Sociales. Universidad Autónoma de la Ciudad de México.
»Svampa, Maristella y Pereyra Sebastián (2003 ). “Entre la ruta y el barrio. La experiencia de las organizaciones piqueteras”. Biblos, Buenos Aires
»Shuster, S. Naishtat, F. Nardacchione, G. Pereyra, S. (2005). Tomar la palabra. Estudios sobre protesta social y acción colectiva en la Argentina contemporánea. Ed Prometeo. Bs As.
»Urresti, M. (2006). “Jóvenes excluidos totales. El cuerpo “propio” como última
frontera”. Exposición en las Segundas Jornadas sobre problemáticas juveniles: Violencia lenguaje y políticas públicas, Instituto del Paraná, Rosario.
»Wacquant, L. (2001). Parias Urbanos. Ed Manantial. Arg
»Wacquant (2007). Los condenados de las ciudades. Gueto, periferias y Estado. Ed SXXI. Bs As
[1] No pretendemos simplificar en la expresión de Movimiento Piquetero la profunda heterogeneidad que existe entre las organizaciones de desocupados con trayectorias y planteamientos políticos diversos y, a veces, francamente desencontrados. Menos aún, pensando en que a partir de la asunción del gobierno kirchnerista se profundiza aún más la heterogeneización, separándose aguas entre adherentes y opositores al gobierno. Sin embargo, a los fines de esta exposición diremos que, acordamos con Svampa y Pereyra (2003) en la existencia de un mínimo posible de identificación en torno a puntos comunes como la recreación de metodologías de acción directa, la adopción de diversos formatos de democracia directa que reposan sobre cierta predisposición asamblearia, la referencia a la pueblada como horizonte insurreccional y un modelo de intervención territorial a partir de la demanda de planes sociales y del desarrollo comunitario. Categorías que, aún con sus matices, nos parece que siguen presentes en el universo de acción del piqueterismo.
[2] Pensamos el término de espectacularidad en torno a la idea de espectáculo, modo en el que nos parece que los medios de comunicación trataron lo noticiable, cargando las tintas sobre las metodologías de estos reclamos donde, el fuego, la pedrea, el corte de ruta, la toma, el escrache, etc, se convertían en componentes rutinizados
[3] Es necesario aclarar que no existe un patrón unánime dentro de la diversidad de organizaciones que conforman el espectro piquetero de rechazo a la participación institucional. De todos modos, pensamos en la irrupción política de este sujeto colectivo en el marco de una crisis institucional profunda que puso en cuestión todo el andamiaje político formal y en la apelación narrativa permanente a los formatos de acción directa.
[5] Nos referimos a los primeros piquetes de desocupados, sucedidos en esas localidades a partir del año 1997, que constituyen el mito de origen del relato piquetero. Ver Svampa y Pereyra (2003)
[6] Baste haber presenciado alguna vez la intensidad y la gestualidad con la que, enfrentados cara a cara, los piqueteros cantan a los cordones de infantería o a la policía en general el cántico hecho a posteriori de la Masacre del Puente Pueyrredón en recordatorio y reivindicación de Maximiliano Kosteky y Darío Santillán, que expresa¨…y dale alegría alegría a mi corazón/la sangre de los caídos se reveló/ya vas a ver…las balas que vos tiraste van a volver/y sí señor…vamos a llenar de ratis el paredón¨; para reflexionar acerca de la inscripción simbólica de la violencia y, más específicamente de la actitud de resistencia y lucha, que se revive constantemente en la escenificación piquetera.
[7] La violencia, es considerada por diversos autores (Castel, 2004; Miguez, 2008; Reguillo, 2008; Gentile, 2008; Urresti, 2006) un recurso de construcción de respetabilidad y reconocimiento ante la falta de otros soportes culturales o económicos. “El uso de la fuerza física aparece en los sectores populares como una forma propia de sociabilidad, como un recurso valorado y como un criterio de organización que permite identificar, clasificar y jerarquizar a las personas en el espacio social. El manejo de la fuerza física o la violencia supone un capital específico, que permite ocupar una posición valorizada en el mundo social y obtener así reconocimiento social y prestigio, especialmente en aquellos sectores en que esto no se logra a través del uso de capitales económicos o culturales.” (Gentile, 2008). Llamamos especialmente la atención sobre la dimensión de lo corporal, señalada por Urresti (2006) quien, hablando de los jóvenes, dimensiona al sector excluido dentro de una vulnerabilidad multidimensional, con la violencia urbana especialmente posicionada sobre ellos, donde las formas de construcción y pedido de respeto o reconocimiento social están permeadas por la violencia ambiente en la que viven, naturalizándose ésta como un medio de supervivencia, de obtención de recursos o para prevalecer en cualquier discusión o situación problemática. La violencia se vuelve una suerte de fórmula mágica, que condensa poder. Y en ese marco, el autor señala los cambios de significación respecto a la corporalidad, situando esta idea “del aguante” en la valoración de la fuerza física y la resistencia la dolor, a lo incómodo, a lo que da temor, al sacrificio. En suma, Urresti, al pensar al cuerpo como última frontera, lo piensa desde un concepto de “aguante” que se basa en una suerte de “cuerpo sacrificial”
[8] Debemos aclarar que, pese a que la Constitución del Estado Moderno y de los supuestos de ilegitimidad de las violencias por fuera de las manos del éste, existieron dentro del mundo político y académico, las tendencias a reservar legitimidad a aquellas confrontaciones propias de procesos contrahegemónicos. Los procesos de liberación nacional de Asia y África desde años 50, así como las experiencias revolucionarias e insurgentes del continente latinoamericano desde los años 60 hasta fines de los 80 dan cuenta de ello. Desde esta lógica, esencialmente desde las tradiciones marxistas, la violencia política era vista como una forma legítima de oponerse a la dominación imperialista y de clase.
[9] Hacemos notar que la proliferación de procesos de masas multiformes en América Latina parecen estar revirtiendo este vacío de referenciación actual de acción beligerante subalterna, aunque aparecen desde una lógica distinta a los períodos de beligerancia previos.
[10] la expresión “clases peligrosas” nace en el SXIX para aplicarla a los sectores populares, y hoy utilizada como cristalización de grupos sociales ubicados en los márgenes, sociales y espaciales, que fija la inseguridad a los enclaves pobres urbanos y genera habitus de aplicación de los dispositivos de control de las fuerzas de seguridad. Véase al respecto Castel (2004)
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