Una vez más, como ocurrió muchas veces a lo largo de nuestra historia desde la Ley Cané[1] a principios de siglo pasado, el Estado argentino arremete con una ley dirigida a perseguir a los luchadores populares. Esta nueva avanzada que ha tomado cuerpo el pasado 14 de octubre de 2011, cuando el Poder Ejecutivo Nacional remitió al Congreso un nuevo proyecto de ley "antiterrorista", es parte de la ultima embestida represiva, inaugurada con la ley 26.268 del año 2007; y que responde a presiones del Grupo de Acción Financiera Internacional (GAFI) para calificar a la Argentina como destino seguro para inversiones externas.
La ley vigente desde 2007 había incorporado al Código Penal los delitos de "asociación ilícita terrorista" y el del "financiamiento del terrorismo", en sus artículos 213 ter y 213 quater. El primero de estos artículos decía que “se impondrá reclusión o prisión de CINCO (5) a VEINTE (20) años al que tomare parte de una asociación ilícita cuyo propósito sea, mediante la comisión de delitos, aterrorizar a la población u obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar un acto o abstenerse de hacerlo”. Como vemos lo que define el delito, no es un acto concreto, sino el hecho de pertenecer a una asociación y que esta posea determinados fines, por lo que se puede definir como derecho penal de autor que intenta criminalizar a las personas por lo que son, por lo que piensan, más que por lo que hacen en concreto, violando así los principios fundamentales del derecho penal en un “Estado de Derecho”. Pero este artículo agrega además condiciones vagas, como por ejemplo tener un plan de acción destinado a la propagación del odio étnico, religioso o político, estar organizada en redes operativas internacionales, y la ultima dice “disponer de armas de guerra, explosivos, agentes químicos o bacteriológicos o cualquier otro medio idóneo para poner en peligro la vida o la integridad de un número indeterminado de personas” Esta última frase “cualquier medio idóneo” permitió por ejemplo que en Chile se condene bajo esta figura a un dirigente mapuche por poseer un bidón de nafta que habría sido utilizado para quemar una cosecha en un reclamo legitimo por sus tierras.
Esta ley obviamente esta dirigida a la criminalización de organizaciones populares, si analizamos uno por uno los requisitos, nos daremos cuenta de esto. En la primera parte de la descripción del delito, en lo que llamaremos el requisito de “finalidad terrorista”, la ley lo define como el que cometiera un delito con la motivación de aterrorizar a la población u obligar a un gobierno o a una organización internacional a realizar un acto o abstenerse de hacerlo. Esta enunciación tan amplia provoca que cualquier organización gremial, sindical o social que reclame alguna medida al gobierno o a un organismo internacional (como puede ser el repudio al FMI o a una empresa transnacional), sea calificada como terrorista. Con respecto al otro requisito, el de “aterrorizar a la población”, no va en contradicción con esa definición ya que para los poderes es muy fácil generar el terror en la población, principalmente cuando desde los medios de comunicación toman a una organización o sectores en lucha y los estigmatizan, mostrando la imagen de un grupo de jóvenes encapuchados y presentándolos como la gran amenaza de la sociedad, o cuando a la hora de informar sobre alguna movilización, titulan “caos de tránsito en la ciudad”.
Pero la nueva ley redobla la posibilidad del Estado de reprimir y criminalizar la protesta social al no solo reducirse a la persecución de los luchadores populares organizados en fuerzas políticas, sindicales o movimientos sociales, sino que amplían su margen de aplicación a cualquier protesta espontánea que realice un grupo de personas, estén organizados o no; esto se debe a que duplica, en el artículo 41 quinquies, la pena de cualquier delito que se realice en el marco de una protesta o movilización. Ya no se requerirá que forme parte de un grupo, que posea conexiones internacionales, basta con que en el marco de un reclamo se cometa cualquier delito para ser un terrorista. Como ejemplo: esto permitiría utilizar el agravante de terrorismo a la resistencia a desalojos, cortes de vías de circulación o meros actos de protesta en el espacio público. La pena prevista para una usurpación pasaría a ser de 1 a 6 años si se considera que tiene finalidad terrorista, con el riesgo de la prisión efectiva. Casos como el de Cristián Ferreyra en Santiago, la ocupación de tierras de Ledesma en Jujuy o las comunidades Wichí de Salta y Qom de Formosa, o como el caso de los vecinos de Vicente López que se opusieron al vial costero, todos ellos podrían entrar en esta definición de terrorismo y ser reprimidos como tales.
Esta ley es la respuesta que el Estado argentino debe realizar para continuar en el G-20 y para que el GAFI siga considerándolo un país confiable. Es una ley al servicio de los intereses extranjeros, de las empresas transnacionales, que para traer sus inversiones rapaces a Argentina deben asegurarse un pueblo dominado y sumiso, y a su vez un gobierno dispuesto a reprimir cualquier tipo de revuelta que ponga en peligro sus capitales. Pero se equivocan al pensar que una ley puede domesticar a un pueblo con una historia de rebeldía que se enfrentó a años de proscripción, de represión y de feroces dictaduras, como también se equivocan si piensan que el 54% de los votos es un cheque en blanco del pueblo para que comiencen a realizar medidas antipopulares sin recibir una respuesta.
Hoy más que nunca, pronto a cumplirse 10 años del 2001, debieran recordar quienes gobiernan que ni el Estado de sitio, ni la brutal represión pudo frenar la bronca de miles de argentinos que se dispusieron a hacer historia, y que los 39 caídos en esa gesta heroica, lejos de disuadirnos fueron y serán nuestra bandera a la victoria definitiva.
Hoy más que nunca, habrá que recordarles que mientras exista miseria, pobreza y saqueo en nuestra patria, habrá rebeldía, y que ninguna ley podrá frenarla.
Agrupación estudiantil M-31
"Luchamos para crear, creamos para luchar"
[1] También conocida como Ley de Residencia, la Ley Cané (Nº 4.144), fue sancionada en 1902, bajo la presidencia de Julio A. Roca, por el Congreso de la Nación. Habilitaba al gobierno a expulsar a inmigrantes sin juicio previo. Sucesivos gobiernos argentinos la utilizaron para contener y reprimir la organización sindical y política de los trabajadores, expulsando principalmente anarquistas y socialistas. La iniciativa llevada al Congreso por el diputado Miguel Cané (escritor, entre otras obras de “Juvenilia”) había surgido de un pedido formulado por la Unión Industrial en 1899. Hasta su derogación en 1958, fue la herramienta legal que permitía al Estado disponer de un poder discrecional para la expulsión de extranjeros.
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